viernes, diciembre 06, 2013

Quedarse sin...

Hay una parte de su vida en la que ha pensado recurrentemente. Curiosamente no es en la “más importante” o la menos “feliz”. Únicamente se le ocurrió pensar sobre sí mismo cuando no ejercita la mente ni mueve la osamenta, o sea, cuando no hace nada. La motivación para descubrir un tema tan fecundo e interesante la encontró luego de afeitarse esa mañana de febrero, cuando el sol se escurría apenas por la ventanita ridícula “que ventila el baño” El bochorno lo ha llevado a pensar en tonterías, puede decir cualquier lector que pase por aquí, pero no, no es el caso. Este es un asunto mucho menos superfluo que pensar en qué piensa cuando no piensa ni se mueve; no, ni hablar, señores, eso hacen los vagos.

A este personaje, del cual todavía no decimos ni una línea sobre el método o del avance de su investigación, lo estimuló una razón de índole humana que le dicen. Aunque él prefiere decir, para ser preciso: indiscutiblemente pertinente.

De arriba abajo, inflando los cachetes y apretando la máquina “para que quede sedita”; se enjugó la cara, se sacó lo que quedaba de pelo y crema e increíblemente quedó okey a la primera. Eso debió contentarlo, pero no. Esta vez no. El espejo que ahora le devolvía su reflejo le enseñó lo que nunca le había insinuado en años: la frente había crecido.

Nos pasa a todos, se le ocurrió de inmediato. La ley de la vida; uno se hace viejo, se cae el pelo y un día no se me volverá a parar jamás. Qué se le vas a hacer, loco, bufó mientras se dejaba ir la mañana. La camisa bien puesta adentro del pantalón “para que no digan…” zapatos impecables y el relojito Wáter Prof. “justo en la huella de la muñeca izquierda”

¡A trabajar! ¡Mi esfuerzo hace grande el país! Bueno hubiera sido que eso se dijera cada mañana al salir de su casa, pero no, eso decían los letreros burlones que le daban fondo a su ventanilla de atención al cliente. En fin. Como se le había revelado todo de golpe en la mañana durante el trabajo, como es natural, no se podía concentrar y los sellos que antes colocaba con prestancia e infalible certeza ahora ni por asomo los encontraba, hasta pareces nuevo, le dijo uno de sus coleguitas luego de un buen rato. De ese modo, con una mañana fatal, se fue a almorzar solo, porque la situación así lo indicaba. En la tarde recibió papeles que sabe Dios quién leerá y pensó en su revelación matutina incansablemente; no podía ser para menos: si él lo notó, todos lo harían dentro de poco, sino es que ya lo hacían. Sentía que lo miraban tres segundos más de lo normal, que si se reían era por él; hasta el que limpia el mobiliario lo observaba y se solidarizaba de su nueva desgracia. Un día horrible, eso estaba teniendo.


Cuando era chico su mamá le decía cada tres minutos: sácate la mano de ahí, carajo; no seas cochino. De grande, pensando en esa época, le daba la razón, ya que estaba convencido de lo fácil que se hubiera desgraciado en medio de tanto placer. De hábitos y pocas razones se había construido lo que en algunos pueblos dicen "su moral". Como se le quiera llamar, nuestro protagonista sin ser un hombre meticuloso o aplicado en lo que se desarrollara era un tipo común; casi un bodrio se podría decir que constituía su existencia: ir al trabajo, comer, comprar, ducharse de vez en cuando y eso nada más.

A punto de salir con rumbo desconocido, porque eso se decía cuando tenía "días negros" intentó juntar hechos o más bien indicios a fin de dar con el día, hora y si fuera preciso, momento del principio del fin de su hermosa cabellera. "No sirve de nada, pero me tengo que acordar", se machaba al borde del cambio de semáforo...

domingo, octubre 06, 2013

UNA FLOR AMARILLA - JULIO CORTÁZAR

Parece una broma, pero somos inmortales. Lo sé por la negativa, lo sé porque conozco al único mortal. Me contó su historia en un bistró de la rue Cambronne, tan borracho que no le costaba nada decir la verdad aunque el patrón y los viejos clientes del mostrador se rieran hasta que el vino se les salía por los ojos. A mí debió verme algún interés pintado en la cara, porque se me apiló firme y acabamos dándonos el lujo de la mesa en un rincón donde se podía beber y hablar en paz. Me contó que era jubilado de la municipalidad y que su mujer se había vuelto con sus padres por una temporada, un modo como otro cualquiera de admitir que lo había abandonado. Era un tipo nada viejo y nada ignorante, de cara reseca y ojos de tuberculoso. Realmente bebía para olvidar, y lo proclamaba a partir del quinto vaso de tinto. No le sentí ese olor que es la firma de París pero que al parecer sólo olemos los extranjeros. Y tenía las uñas cuidadas, y nada de caspa. 

Contó que en un autobús de la línea 95 había visto a un chico de unos trece años, y que al rato de mirarlo descubrió que el chico se parecía mucho a él, por lo menos se parecía al recuerdo que guardaba de sí mismo a esa edad. Poco a poco fue admitiendo que se le parecía en todo, la cara y las manos, el mechón cayéndole en la frente, los ojos muy separados, y más aun en la timidez, la forma en que se refugiaba en una revista de historietas, el gesto de echarse el pelo hacia atrás, la torpeza irremediable de los movimientos. Se le parecía de tal manera que casi le dio risa, pero cuando el chico bajó en la rue de Rennes, él bajó también y dejó plantado a un amigo que lo esperaba en Montparnasse. Buscó un pretexto para hablar con el chico, le preguntó por una calle y oyó ya sin sorpresa una voz que era su voz de la infancia. El chico iba hacia esa calle, caminaron tímidamente juntos unas cuadras. A esa altura una especie de revelación cayó sobre él. Nada estaba explicado pero era algo que podía prescindir de explicación, que se volvía borroso o estúpido cuando se pretendía -como ahora- explicarlo. 

Resumiendo, se las arregló para conocer la casa del chico, y con el prestigio que le daba un pasado de instructor de boy scouts se abrió paso hasta esa fortaleza de fortalezas, un hogar francés. Encontró una miseria decorosa y una madre avejentada, un tío jubilado, dos gatos. Después no le costó demasiado que un hermano suyo le confiara a su hijo que andaba por los catorce años, y los dos chicos se hicieron amigos. Empezó a ir todas las semanas a casa de Luc; la madre lo recibía con café recocido, hablaban de la guerra, de la ocupación, también de Luc. Lo que había empezado como una revelación se organizaba geométricamente, iba tomando ese perfil demostrativo que a la gente le gusta llamar fatalidad. Incluso era posible formularlo con las palabras de todos los días: Luc era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales. 

-Todos inmortales, viejo. Fíjese, nadie había podido comprobarlo y me toca a mí, en un 95. Un pequeño error en el mecanismo, un pliegue del tiempo, un avatar simultáneo en vez de consecutivo, Luc hubiera tenido que nacer después de mi muerte, y en cambio. Sin contar la fabulosa casualidad de encontrármelo en el autobús. Creo que ya se lo dije, fue una especie de seguridad total, sin palabras. Era eso y se acabó. Pero después empezaron las dudas, porque en esos casos uno se trata de imbécil o toma tranquilizantes. Y junto con las dudas, matándolas una por una, las demostraciones de que no estaba equivocado, de que no había razón para dudar. Lo que le voy a decir es lo que más risa les da a esos imbéciles, cuando a veces se me ocurre contarles. Luc no solamente era yo otra vez, sino que iba a ser como yo, como este pobre infeliz que le habla. No había más que verlo jugar, verlo caerse siempre mal, torciéndose un pie o sacándose una clavícula, esos sentimientos a flor de piel, ese rubor que le subía a la cara apenas se le preguntaba cualquier cosa. La madre, en cambio, cómo les gusta hablar, cómo le cuentan a uno cualquier cosa aunque el chico esté ahí muriéndose de vergüenza, las intimidades más increíbles, las anécdotas del primer diente, los dibujos de los ocho años, las enfermedades. La buena señora no sospechaba nada, claro, y el tío jugaba conmigo al ajedrez, yo era como de la familia, hasta les adelanté dinero para llegar a un fin de mes. No me costó ningún trabajo conocer el pasado de Luc, bastaba intercalar preguntas entre los temas que interesaban a los viejos: el reumatismo del tío, las maldades de la portera, la política. Así fui conociendo la infancia de Luc entre jaques al rey y reflexiones sobre el precio de la carne, y así la demostración se fue cumpliendo infalible. Pero entiéndame, mientras pedimos otra copa: Luc era yo, lo que yo había sido de niño, pero no se lo imagine como un calco. Más bien una figura análoga, comprende, es decir que a los siete años yo me había dislocado una muñeca y Luc la clavícula, y a los nueve habíamos tenido respectivamente el sarampión y la escarlatina, y además la historia intervenía, viejo, a mí el sarampión me había durado quince días mientras que a Luc lo habían curado en cuatro, los progresos de la medicina y cosas por el estilo. Todo era análogo y por eso, para ponerle un ejemplo al caso, bien podría suceder que el panadero de la esquina fuese un avatar de Napoleón, y él no lo sabe porque el orden no se ha alterado, porque no podrá encontrarse nunca con la verdad en un autobús; pero si de alguna manera llegara a darse cuenta de esa verdad, podría comprender que ha repetido y que está repitiendo a Napoleón, que pasar de lavaplatos a dueño de una buena panadería en Montparnasse es la misma figura que saltar de Córcega al trono de Francia, y que escarbando despacio en la historia de su vida encontraría los momentos que corresponden a la campaña de Egipto, al consulado y a Austerlitz, y hasta se daría cuenta de que algo le va a pasar con su panadería dentro de unos años, y que acabará en una Santa Helena que a lo mejor es una piecita en un sexto piso, pero también vencido, también rodeado por el agua de la soledad, también orgulloso de su panadería que fue como un vuelo de águilas. Usted se da cuenta, no. 
Yo me daba cuenta, pero opiné que en la infancia todos tenemos enfermedades típicas a plazo fijo, y que casi todos nos rompemos alguna cosa jugando al fútbol. 
-Ya sé, no le he hablado más que de las coincidencias visibles. Por ejemplo, que Luc se pareciera a mí no tenía importancia, aunque sí la tuvo para la revelación en el autobús. Lo verdaderamente importante eran las secuencias, y eso es difícil de explicar porque tocan al carácter, a recuerdos imprecisos, a fábulas de la infancia. En ese tiempo, quiero decir cuando tenía la edad de Luc, yo había pasado por una época amarga que empezó con una enfermedad interminable, después en plena convalecencia me fui a jugar con los amigos y me rompí un brazo, y apenas había salido de eso me enamoré de la hermana de un condiscípulo y sufrí como se sufre cuando se es incapaz de mirar en los ojos a una chica que se está burlando de uno. Luc se enfermó también, apenas convaleciente lo invitaron al circo y al bajar de las graderías resbaló y se dislocó un tobillo. Poco después su madre lo sorprendió una tarde llorando al lado de la ventana, con un pañuelito azul estrujado en la mano, un pañuelo que no era de la casa. 

Como alguien tiene que hacer de contradictor en esta vida, dije que los amores infantiles son el complemento inevitable de los machucones y las pleuresías. Pero admití que lo del avión ya era otra cosa. Un avión con hélice a resorte, que él había traído para su cumpleaños. 
-Cuando se lo di me acordé una vez más del Meccano que mi madre me había regalado a los catorce años, y de lo que me pasó. Pasó que estaba en el jardín, a pesar de que se venía una tormenta de verano y se oían ya los truenos, y me había puesto a armar una grúa sobre la mesa de la glorieta, cerca de la puerta de calle. Alguien me llamó desde la casa, y tuve que entrar un minuto. Cuando volví, la caja del Meccano había desaparecido y la puerta estaba abierta. Gritando desesperado corrí a la calle donde ya no se veía a nadie, y en ese mismo instante cayó un rayo en el chalet de enfrente. Todo eso ocurrió como en un solo acto, y yo lo estaba recordando mientras le daba el avión a Luc y él se quedaba mirándolo con la misma felicidad con que yo había mirado mi Meccano. La madre vino a traerme una taza de café, y cambiábamos las frases de siempre cuando oímos un grito. Luc había corrido a la ventana como si quisiera tirarse al vacío. Tenía la cara blanca y los ojos llenos de lágrimas, alcanzó a balbucear que el avión se había desviado en su vuelo, pasando exactamente por el hueco de la ventana entreabierta. «No se lo ve más, no se lo ve más», repetía llorando. Oímos gritar más abajo, el tío entró corriendo para anunciar que había un incendio en la casa de enfrente. ¿Comprende, ahora? Sí, mejor nos tomamos otra copa. 

Después, como yo me callaba, el hombre dijo que había empezado a pensar solamente en Luc, en la suerte de Luc. Su madre lo destinaba a una escuela de artes y oficios, para que modestamente se abriera lo que ella llamaba su camino en la vida, pero ese camino ya estaba abierto y solamente él, que no hubiera podido hablar sin que lo tomaran por loco y lo separaran para siempre de Luc, podía decirle a la madre y al tío que todo era inútil, que cualquier cosa que hicieran el resultado sería el mismo, la humillación, la rutina lamentable, los años monótonos, los fracasos que van royendo la ropa y el alma, el refugio en una soledad resentida, en un bistró de barrio. Pero lo peor de todo no era el destino de Luc; lo peor era que Luc moriría a su vez y otro hombre repetiría la figura de Luc y su propia figura, hasta morir para que otro hombre entrara a su vez en la rueda. Luc ya casi no le importaba; de noche, su insomnio se proyectaba más allá hasta otro Luc, hasta otros que se llamarían Robert o Claude o Michel, una teoría al infinito de pobres diablos repitiendo la figura sin saberlo, convencidos de su libertad y su albedrío. El hombre tenía el vino triste, no había nada que hacerle. 

-Ahora se ríen de mí cuando les digo que Luc murió unos meses después, son demasiado estúpidos para entender que. Sí, no se ponga usted también a mirarme con esos ojos. Murió unos meses después, empezó por una especie de bronquitis, así como a esa misma edad yo había tenido una infección hepática. A mí me internaron en el hospital, pero la madre de Luc se empeñó en cuidarlo en casa, y yo iba casi todos los días, y a veces llevaba a mi sobrino para que jugara con Luc. Había tanta miseria en esa casa que mis visitas eran un consuelo en todo sentido, la compañía para Luc, el paquete de arenques o el pastel de damascos. Se acostumbraron a que yo me encargara de comprar los medicamentos, después que les hablé de una farmacia donde me hacían un descuento especial. Terminaron por admitirme como enfermero de Luc, y ya se imagina que en una casa como ésa, donde el médico entra y sale sin mayor interés, nadie se fija mucho si los síntomas finales coinciden del todo con el primer diagnóstico. ¿Por qué me mira así? ¿He dicho algo que no esté bien?

No, no había dicho nada que no estuviera bien, sobre todo a esa altura del vino. Muy al contrario, a menos de imaginar algo horrible la muerte del pobre Luc venía a demostrar que cualquiera dado a la imaginación puede empezar un fantaseo en un autobús 95 y terminarlo al lado de la cama donde se está muriendo calladamente un niño. Para tranquilizarlo, se lo dije. Se quedó mirando un rato el aire antes de volver a hablar. 

-Bueno, como quiera. La verdad es que en esas semanas después del entierro sentí por primera vez algo que podía parecerse a la felicidad. Todavía iba cada tanto a visitar a la madre de Luc, le llevaba un paquete de bizcochos, pero poco me importaba ya de ella o de la casa, estaba como anegado por la certidumbre maravillosa de ser el primer mortal, de sentir que mi vida se seguía desgastando día tras día, vino tras vino, y que al final se acabaría en cualquier parte y a cualquier hora, repitiendo hasta lo último el destino de algún desconocido muerto vaya a saber dónde y cuándo, pero yo sí que estaría muerto de verdad, sin un Luc que entrara en la rueda para repetir estúpidamente una estúpida vida. Comprenda esa plenitud, viejo, envídieme tanta felicidad mientras duró. 

Porque, al parecer, no había durado. El bistró y el vino barato lo probaban, y esos ojos donde brillaba una fiebre que no era del cuerpo. Y sin embargo había vivido algunos meses saboreando cada momento de su mediocridad cotidiana, de su fracaso conyugal, de su ruina a los cincuenta años, seguro de su mortalidad inalienable. Una tarde, cruzando el Luxemburgo, vio una flor. 

-Estaba al borde de un cantero, una flor amarilla cualquiera. Me había detenido a encender un cigarrillo y me distraje mirándola. Fue un poco como si también la flor me mirara, esos contactos, a veces. Usted sabe, cualquiera los siente, eso que llaman la belleza. Justamente eso, la flor era bella, era una lindísima flor. Y yo estaba condenado, yo me iba a morir un día para siempre. La flor era hermosa, siempre habría flores para los hombres futuros. De golpe comprendí la nada, eso que había creído la paz, el término de la cadena. Yo me iba a morir y Luc ya estaba muerto, no habría nunca más una flor para alguien como nosotros, no habría nada, no habría absolutamente nada, y la nada era eso, que no hubiera nunca más una flor. El fósforo encendido me abrasó los dedos. En la plaza salté a un autobús que iba a cualquier lado y me puse absurdamente a mirar, a mirar todo lo que se veía en la calle y todo lo que había en el autobús. Cuando llegamos al término, bajé y subí a otro autobús que llevaba a los suburbios. Toda la tarde, hasta entrada la noche, subí y bajé de los autobuses pensando en la flor y en Luc, buscando entre los pasajeros a alguien que se pareciera a Luc, a alguien que se pareciera a mí o a Luc, a alguien que pudiera ser yo otra vez, a alguien a quien mirar sabiendo que era yo, y luego dejarlo irse sin decirle nada, casi protegiéndolo para que siguiera por su pobre vida estúpida, su imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra imbécil vida fracasada hacia otra. 
Pagué.

viernes, julio 26, 2013

Go!

- Cierra los ojos, descansa papito... Y se despidió dejándole un beso de esperanza en la frente.

- Habrá que soñar con los angelitos, se dijo como tantas otras veces.

Luego de unos minutos, que no midió, movido por su invocación que sonaba más a resignación empezó a preguntarse por qué se decía "soñar con los angelitos" si no sabía que era exactamente soñarlos, tan siquiera soñar...

Recordaría esa noche con una lucidez terrible por el resto de su vida. Había comenzado ahí a intentar resolver los asuntos del descanso de los vivos, aunque así, sin saberlo, empezara a encontrar indicios de otro descanso. Ni él mismo hubiera sospechado lo infausta que fue la mañana siguiente. Su madre no estaba. Sentía frío y se acogería a las plegarias mecánicas por siempre. Todo lo que conocía no se encontraría ante él jamás. Ni un terrón de azúcar paladearía otra vez.

Nervioso pero llevado por la fascinación del miedo recibió el nuevo día. Andaría en el limbo de la escasez infinita y de la mezquindad, donde viven, si se puede llamar a eso vida, los que terminan en los días sin principio ni final.

Su nombre lo recordaba y su pasado, intacto en el anaquel de la nostalgia, lo sentía vívido, reluciente, perfecto en cada detalle: pasos, comidas, voces, olores. Podría decirse que eso lo contentaba.

En cambio las tristezas, que contaba por docenas en su corta vida las había olvidado y tenía en la memoria palabras sueltas, tonterías como waterprof, suculento y agua. A tientas, con prisa y sin fe resolvió que tenía la misión de volver; se lo merecía, al fin de cuentas era joven. Miraba sus pies y una palabra le comía la garganta: auxilio. Levantó la vista y se fue de bruces. Su boca se abrió como cuando gritaba gol entre amigos y sin creerlo observó emocionado pero con miedo, como sus  labios se movían delineando oes sin emitir sonido.

A su al rededor era todo pálido. Los colores no eran tales y su memoria fotográfica puso, con admiración, los datos de formas y contrastes en el panorama. Formidablemente estaba tendido mirando sin ver lo que antes llamaba cielo.


STOP.

martes, julio 09, 2013

Mientras escribía pensé.

Claro, claro… partiendo del hecho, siempre empezando desde ahí…

Habrá que comenzar a hablar sin tapujos y creer que todo tenía sentido desde el principio, que nada era una quimera del destino… Y ¿entonces? Claro, claro, para qué empezar a hacer  preguntas absurdas que no llevan a nada; al contrario, confunden, manito.

Una buena canción es muy necesaria, vaya si lo es; sino cómo empezaríamos a contar la historia tantas veces mal dicha y cientos de veces cambiada según el interlocutor…

Escribiendo tonterías hemos de darle inicio a este ensopado de mierda que algunos entenderán como vivencia neta y fidedigna del camino que es la vida. Un día un profesor de  matemática, malísimo él, me dijo que la vida nos daría golpes tan duros que recién ahí empezaríamos a darnos cuenta de lo que es este andar que no se entiende hasta que uno empieza a ganar buen dinero y dice: me costó trabajo.  Lo importante no es cuánto costó ni que este texto tenga sentido; al contrario, lo sustancioso es que lo que se diga en adelante, como en la vida misma, que obtenga entonces un  verdadero sentido poético y alucinógeno con una piza de pura y solemne de buena suerte. - ¿Qué es esa palabra colega? Bill Gates dice que es estar en el momento  y espacio adecuado. En fin… tiene dinero y eso le resta méritos para esbozar una sentencia tan rotunda de momentos y espacio, - ¿qué sabrá ese huevón?

Ya, está bien, no es necesario rodear tanto el asunto que mueve este post, que por cierto no es más que un cúmulo de ideas revueltas que no ayudan a nada… Todo se supone nos cuesta. Nada es fácil. Todos los caminos conducen a Roma. Tanta tontería, muchachos… La vida empieza cuando la creemos terminada y para sonar elegante: fríamente anestesiada…

Contar una historia que tenga un buen desenlace y una trama respetable, de esas que se merezcan un premio, aunque sea de alguna escuela mal hecha y remendada, compadre; ahí está la plata, la fama, la cochinadita, la huevadita en su más baja representación.
Juan salió de la casa de María y dijo que sería un día fantástico; lástima que en Paris un huevón estornudó y todo se le fue al carajo al buen Juan… En fin, cualquier hecho puede justificar un final inesperado pero que venda…

Dale de nuevo: Juan salió de la casa de María y dijo que sería un día fantástico ¡provecho, Juancito!  Antes de contar el final hay que ser precisos en administrar los hechos y configurar meticulosamente los antecedentes que no adelanten ningún suceso que al lector le diga “listo, este Juancito, la hizo”.

jueves, julio 04, 2013

No hay que perder la Intención

Partiendo del hecho de ser especialmente innovador para los jóvenes me propondré hacer un artículo que no parezca refrito y que, por sobre todas las cosas, estimule el espíritu del lector. Algunos pocos dudarán de su conciencia “si todos lo hacen” y otros pocos, que no son muchos dudarán del poder de su mente. Está bien, jóvenes, no se hagan tanto lío. Para qué estar preocupado del qué dirán y otras tonterías. Vivir, vivir, ese es el negocio muchachos.

Nos tiene que mover una intención de índole nacional que le dicen, para verdaderamente darnos cuenta de que la estamos pasando bien.  Parecer inteligente alcanza para engañar al que le controla la cabina de Internet. En fin…

Ahora es el momento de cambiar el rumbo de nuestras lamentables vidas. Sí, ha llegado la hora.  Escribo para usted amable lector que ya soportó dos párrafos de mala ironía. ¡ADELANTE! ¡EMPECEMOS! Dicen que siempre es importante utilizar los signos de admiración en un artículo de este tipo. Se animarán los que leen, vi en una separata fea hace poco.

Salga de su casa y a cambiar de su vida. Deje de hacer lo que diariamente hace; evite caer en el sueño de la flojera, despiértese antes de la hora pactada con el reloj. Lea para que no lo jodan y opine aunque tenga miedo. Mírese con gesto de capacidad. Ayude viejitas a cruzar la pista. Revise meticulosamente la fecha de caducidad del Doritos. Acomode y no sea comodón. Créase lo que su coraje le mande y apague la televisión. No la prenda nunca.

Internet es mejor, la pornografía libera algunas tensiones. ¡Adelante! ¡Es ahora o nunca! No hay que perder la intención.


domingo, abril 28, 2013

(Sin título)

Hasta que tenía que llegar el momento, manito, se dijo aquella mañana...  - ¡Un gran hombre, carajo!  Ese que en el día más lento de otoño diga con el viento en la cara la frase más segura: "desde que yo soy yo..."

No es necesario pensar en la fecha o tan siquiera si será poético, bastará con el reflejo de la memoria en el corazón para que la tranquilidad y de alguna manera la conformidad lo haga suyo. Para qué sonar a denuncia o a renuncia; - nada de tonterías, flaco. Lo que te tocó, te tocó y aquí estás abrazando la modorra de los días felices y redondos, como tu barriga de buena gente. Un cigarrillo quizá; tal vez un pensamiento en la vereda. En fin...


Es bastante sencillo imaginar cómo serás: un gran hombrecito y luego un tipazo. Al principio, cuando veas la vida con esos luceritos que te dará tu mami notarás que haces felices a muchas personas. Tu mamá y yo te pensamos a diario con un cúmulo de sensaciones nuevas, bonitas y emocionantes.  Eres, para serte sincero, el regalo de nuestras vidas.

Muchas personas dicen que la vida en el momento menos esperado te pone a prueba y te muestra un camino o al menos la señal de uno. Tú eres el principio del sendero que la vida nos ha mostrado a tu mami y a mí para ser mejores personas. Significas todo lo que queremos y todo lo que no conocemos. Contigo aprenderemos tanto, quizá más de lo que podamos enseñarte algún día. Esto se llama así, aquello no se toca, eso es bueno. Todo eso te diremos y en cada paso estaremos para decirte al oído despacito, a modo de caricia que te queremos, hijito.

Durante estos meses he sentido como te mueves en la barriguita de tu mami. Ella siempre dice: Ay, cómo se mueve… y me lleva hacia ti creando entre tú y yo una conexión que durará nada más y nada menos que el resto de nuestras vidas. Te quiero mucho, tu mami lo sabe. Mi corazón te siente y mi mente la ocupas como ningún ser lo había hecho. Es curioso, pero ha sido necesario decir eso para entender que todo se resume en tu venida. Ya falta poco para que nos conozcas. Tu mami y yo no pararemos de darte lo que tenemos y de inventar lo que nos falte para que seas feliz. Ya te darás cuenta que todos buscan esa palabra. Todos buscan escribirla para sentirla y sentirla para escribirla. El día que veas la luz y salgas del cómodo vientre de tu mami harás de mí el hombre más feliz que pueda haber. De ella, tu mami, la mujer más bella y la más contenta.

Espero, de todo corazón, darte alguno que otro buen consejo. También espero tener contigo una sonrisa cómplice a diario y un buenos días que me empuje a buscar en mí lo mejor para ti.
Te llamarás David, aunque eso ya lo sabes, siempre te decimos por tu nombre... 

lunes, febrero 04, 2013

Sin reclamos



A veces sentía en la mano derecha una sensación de calor que vaya si le molestaba. Solía decirse con llamativa gravedad "Carajo, otra vez". Van a pagar, seguro te va a caer plata; no te hagas tanto problema, le decían los que querían verlo bien. Esas cosas pasan, compadre...

Daniel era un tipo confiable, despreocupado y capaz de afrontar las ocupaciones diarias sin molestarse es lo más mínimo. Era conocido por los demás por su desapego hacia lo material. Un buena onda, hubieran dicho sus colegas si se les preguntaba con la mirada. Dos veces en su vida tuvo problemas, la primera por homonimia y la segunda porque se hizo el gil. No se le conocían familiares. Ni una foto de la mamá o la novia en el escritorio - Nací solo, manito, dijo alguna vez.


Cuando había alguna conversación trivial o deportiva, como se acostumbra en el ámbito laboral, Daniel participaba con resuelta viveza y en ocasiones sus sentencias eran acatadas como opinión grupal. Todos creían que este trabajo era el principio de la escalera que recorrería con éxito"el gran Daniel". A él le hubiera gustado proyectarse, verse a sí en el futuro como lo hacían los demás, pero no sabía, no podía mirar para arriba. Con esa extraña costumbre se fue haciendo hombre, si es que se le puede decir así a lo que hizo.



Continuará...