martes, mayo 24, 2011

LOS VECINOS DECÍAN QUE ERA UNA PERSONA COMÚN

Camina hacia una puerta que ve a lo lejos. La traspasa y se da cuenta que no hay nada suyo detrás, nada de lo que jamás supo, vio o imaginó en su vida. La vida discurre sin su consentimiento.


Dieciséis años. Alto. Un poco encorvado al andar y con algunas canas que peinar, Adrián Escobar Oliva no piensa, él solo saber sentir y así vaga por el mundo a su antojo, porque se sabe distinto. Cree que es gitano, porque de lo nuevo siempre se cansa; es fuerte, valiente y honesto hasta el tuétano, pero jamás le alcanza para ser quien quisiera ser: un hombre.

De madre buena, cariñosa, honesta y de voz dulce; gestos breves y miradas aleccionadoras. Tez clara, cabellos grisáceos y algo entrada en carnes; baja estatura y con unos ojos marrones capaces de tumbar al más pintado, como ella decía. Doña Sara Oliva Paredes es, sin duda, la mujer de su vida o mejor dicho lo era, hasta aquel accidente en la quincena de julio del dos mil dos, cuando él tenía doce años, que le robó la vida. Nada volvió a ser igual. Nadie lo miró como antes, ni siquiera esa imagen plana que le devolvía el espejo.

Su padre, Julián Escobar Haro, Varita, para los amigos es el hombre que le habla fuerte y siempre de frente, aparentando maldad en cada sílaba, diciendo carajos por doquier. Y hablando en voz alta para tapar el vacío que dejó Sara en su vida. A veces, como Adrián, se mira en el espejo y no se siente él; cuando la luna se posa en el firmamento cree verla y el reflejo de la luna se asoma sobre él proyectando su sombra en la habitación que a la vez no es su reflejo, porque no tiene la fuerza, el ímpetu, la energía. No tiene su motivo. Ella.

Adrián está a punto de terminar la secundaria. El colegio es su refugio, su guarida. Y sus amigos, Pedro, Andrés y Alicia sus secuaces, sus compinches, ellos, son sus razones para querer ser siempre niño.

Su papá, Julián, tiene un trabajo que no le gusta y a pesar de todos sus esfuerzos no puede dejar la bebida. Es alcohólico. Sus vidas tienen lugar en un cálido distrito del norte chico del Perú, Supe Puerto, a orillas del Océano Pacífico, con pequeñas fábricas pesqueras, harineras y refinerías petrolíferas.

La vida de ambos es una suma de restas, la pérdida de Sara, las desventuras en los negocios de Julián y los desasosiegos propios de la edad en Adrián. En esta historia se entrelazan las ganas, el afán de progreso, la infelicidad, la incomprensión y la angustia con el proceso más difícil para los humanos: la adolescencia.

Adrián, huérfano y protagonista, realiza una búsqueda personal a solas para demostrarle al mundo que lo que sucede alrededor lo hace fuerte, lo agranda y no le afecta. Su padre, en cambio, realiza una pérdida pública día a día, marchitando sus esperanzas y recordando siempre sus miserias, como todos los hombres que llegan al límite.

Supe Puerto con sus playas, Barranca, Pativilca y Paramonga con sus calles son testigos mudos de los cambios emocionales, tentaciones, dudas y victorias que afrontan Adrián y sus amigos. La secundaria se terminó y tienen que buscar qué hacer, en qué ocuparse, en qué producir, sin saber cómo. Los pretextos para excusarse se les acaban al medio año. Y estando cerca de ser mayores de edad a todos les ocurre lo mismo.

Las discusiones entre Adrián y su padre son cada vez más continuas, los insultos en silencio a su padre se multiplican. Es así, entonces, que harto decide huir de sus responsabilidades y de sus amigos; de ese norte chico del Perú que tanto le dio y que ahora le parece tan poco. Es que le ha sucedido, como si ya no fuera suficiente, otra pérdida que hace de Adrián un chico duro, de decisiones contundentes y tercas como nunca fue. Su entorno se ha derrumbado como un castillo de naipes. La valentía y la honestidad le parecen abyectas palabras conformadas por simples letras torpemente ordenadas. Ese otro mar, la muerte, lo acosa en un principio, pero el miedo lo detiene cada vez.

Sin embargo no todo está perdido. Durante sus días más tristes, desolados y oscuros, Adrián, encuentra lo único que nunca lo dejó: La literatura. Se aferra a ella con devoción y se da cuenta que es bueno para vencer la entonación que se pierde al escribir, que es bueno para narrar, contar y crear historias que a la vez son anhelos suyos. Es bueno para escribir.

Han pasado quince años y regresa al lugar que juró jamás volver ¿por qué lo hace?, ¿qué pasó?, ¿acaso Adrián no tiene palabra?, ¿se olvidó de aquella promesa que hizo y que recordaba en cada noche de su vida? Las preguntas surgen y en medio de las incertidumbres afloran los indicios, las pruebas, el motivo. Un hombre tiene que vencer a su pasado para pensar en el futuro.

Adrián Escobar Oliva, es por fin un hombre ¿el que quería ser? La vida lo ha puesto en lugares que jamás vio o imaginó. Camina hacia otra puerta que ve a lo lejos. La traspasa y se da cuenta que no hay nada. La vida discurrió, otra vez, sin su consentimiento.

lunes, mayo 02, 2011

SE FUE, PERO ESTÁ


"A veces volvía a ser piedra negra y entonces yo no sabía qué pasaba del otro lado, qué era de ella en esos intervalos anónimos, qué extraños sucesos acontecían; y hasta pensaba que en esos momentos su rostro cambiaba y que una mueca de burla lo deformaba y que quizá había risas cruzadas con otro y que toda la historia de los pasadizos era una ridícula invención o creencia mía y que en todo caso había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío, el túnel en que había transcurrido mi infancia, mi juventud, toda mi vida. Y en uno de esos trozos transparentes del muro de piedra yo había visto a esta muchacha y había creído ingenuamente que venía por otro túnel paralelo al mío, cuando en realidad pertenecía al ancho mundo, al mundo sin límites de los que no viven en túneles; y quizá se había acercado por curiosidad a una de mis extrañas ventanas y había entrevisto el espectáculo de mi insalvable soledad". 

Esto es Ernesto Sábato. Esto es El túnel. Esto es literatura. Y VIDA