Hay una parte de su vida en la que ha pensado
recurrentemente. Curiosamente no es en la “más importante” o la menos “feliz”. Únicamente
se le ocurrió pensar sobre sí mismo cuando no ejercita la mente ni mueve la
osamenta, o sea, cuando no hace nada. La motivación para descubrir un tema tan
fecundo e interesante la encontró luego de afeitarse esa mañana de febrero,
cuando el sol se escurría apenas por la ventanita ridícula “que ventila el baño”
El bochorno lo ha llevado a pensar en tonterías, puede decir cualquier lector
que pase por aquí, pero no, no es el caso. Este es un asunto mucho menos superfluo
que pensar en qué piensa cuando no piensa ni se mueve; no, ni hablar, señores,
eso hacen los vagos.
A este personaje, del cual todavía no decimos ni una línea
sobre el método o del avance de su investigación, lo estimuló una razón de índole
humana que le dicen. Aunque él prefiere decir, para ser preciso: indiscutiblemente
pertinente.
De arriba abajo, inflando los cachetes y apretando la
máquina “para que quede sedita”; se enjugó la cara, se sacó lo que quedaba de
pelo y crema e increíblemente quedó okey a la primera. Eso debió contentarlo,
pero no. Esta vez no. El espejo que ahora le devolvía su reflejo le enseñó lo
que nunca le había insinuado en años: la frente había crecido.
Nos pasa a todos, se le ocurrió de inmediato. La ley de la
vida; uno se hace viejo, se cae el pelo y un día no se me volverá a parar
jamás. Qué se le vas a hacer, loco, bufó mientras se dejaba ir la mañana. La
camisa bien puesta adentro del pantalón “para que no digan…” zapatos impecables
y el relojito Wáter Prof. “justo en la huella de la muñeca izquierda”
¡A trabajar! ¡Mi esfuerzo hace grande el país! Bueno hubiera
sido que eso se dijera cada mañana al salir de su casa, pero no, eso decían los
letreros burlones que le daban fondo a su ventanilla de atención al cliente. En
fin. Como se le había revelado todo de golpe en la mañana durante el trabajo, como
es natural, no se podía concentrar y los sellos que antes colocaba con
prestancia e infalible certeza ahora ni por asomo los encontraba, hasta pareces
nuevo, le dijo uno de sus coleguitas luego de un buen rato. De ese modo, con
una mañana fatal, se fue a almorzar solo, porque la situación así lo indicaba. En
la tarde recibió papeles que sabe Dios quién leerá y pensó en su revelación matutina
incansablemente; no podía ser para menos: si él lo notó, todos lo harían dentro
de poco, sino es que ya lo hacían. Sentía que lo miraban tres segundos más de lo normal, que si se reían era por él; hasta el que limpia el mobiliario lo observaba y se solidarizaba de su nueva desgracia. Un día horrible, eso estaba teniendo.
Cuando era chico su mamá le decía cada tres minutos: sácate la mano de ahí, carajo; no seas cochino. De grande, pensando en esa época, le daba la razón, ya que estaba convencido de lo fácil que se hubiera desgraciado en medio de tanto placer. De hábitos y pocas razones se había construido lo que en algunos pueblos dicen "su moral". Como se le quiera llamar, nuestro protagonista sin ser un hombre meticuloso o aplicado en lo que se desarrollara era un tipo común; casi un bodrio se podría decir que constituía su existencia: ir al trabajo, comer, comprar, ducharse de vez en cuando y eso nada más.
A punto de salir con rumbo desconocido, porque eso se decía cuando tenía "días negros" intentó juntar hechos o más bien indicios a fin de dar con el día, hora y si fuera preciso, momento del principio del fin de su hermosa cabellera. "No sirve de nada, pero me tengo que acordar", se machaba al borde del cambio de semáforo...
A punto de salir con rumbo desconocido, porque eso se decía cuando tenía "días negros" intentó juntar hechos o más bien indicios a fin de dar con el día, hora y si fuera preciso, momento del principio del fin de su hermosa cabellera. "No sirve de nada, pero me tengo que acordar", se machaba al borde del cambio de semáforo...
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