He escuchado diversas creencias sobre el virus: que nos espera en la vereda, pegado como la mugre agazapada; que está en el aire, bifurcándose con el vaivén del viento; que es un bicho o que es una especie de castigo "del señor". Lo cierto es que no conocemos bien su origen, pero si su poder, su despliegue y el potente impacto que genera en la economía.
De noche, cuando todos se han dormido, salgo al patio y junto a Kimba, mi perra, hemos visto la noche pasar despacio, ridículamente despacio. No hay ese murmullo de gente arrastrando los pies. No hay ese olor a trajín. No hay la sensación de apuro. No hay más esa prisa. Lo que hemos conocido desde siempre como vida hoy no está.
Y posiblemente esa sea la mejor contradicción para nuestra forma de vivir. "Cuando esto pase", dicen todos, luego de proyectarse en el futuro, "voy a hacer..."
Todos vamos a hacer algo, indudablemente. Seguiremos con nuestro trabajo, ella con el suyo, usted con aquél, todo volverá. Lo central es que "cuando esto pase" no contemos la anécdota burlona de cuántos días estuvimos encerrados, sino que entendamos al fin, a la mala, que debemos cambiar.
La noches terriblemente quietas volverán a agitarse. Nos lavaremos un poco mejor las manos y el problema será, (ojalá me equivoque) que terminaremos gastando más agua. Usted volverá a ver noticias de otra cosa y pensará en lo difícil que la deben estar pasando aquellos y sanseacabó.
Pero quiero creer que saldremos más conscientes con nuestro entorno, medianamente responsables y apenas algo sensatos en cómo afectamos con nuestra rutina a la vida y solo así aprenderemos la lección.
11:41 p. m. Es difícil encontrar una canción para este momento. En la tele y la internet solo se habla de cuántos más hay con respecto al día anterior y parece que solo será cuestión de tiempo para que el virus entre en nuestras casas sin ser visto.
No somos, probablemente, más que nuestros pensamientos de noche. A lo lejos algunos perros se comunican entre sí.
11:46 p. m. El cielo me permite contar algunas estrellas, al fondo de la luz artificial que proponen los postes que no iluminan el camino de nadie. ¿Cómo nos mirarán las estrellas? Quizá como nosotros a ellas, como puntos a lo lejos. Visto desde arriba o desde abajo, todo da igual. Las sombras que proyectamos no son las que solían ser. Hemos perdido o quizá estemos ganando algo que apenas sospechamos. El gran respiro que se toma el planeta de nosotros ha pasado a ser una bocanada amplia, soberbia y rotunda...
12:03 p. m. Muchos hablan, hablamos de extrañar. Y posiblemente antes atendíamos a la razón de imaginarnos que quien ocupaba nuestra mente estaba haciendo algo diferente, pero ahora no. Ahora podemos tener la terrible certeza que no. Todos estamos extrañando lo mismo, de distinta manera. Lo que nos separa es lo mismo que nos une: el deseo de ir a trabajar, de sentirnos útiles, rodeados. Y están los que añoran la sonrisa cómplice que acelera el corazón. Hoy todos extrañamos...
Lo que distingue a un hombre insensato del sensato.
Hola, me llamo Klancy, quizá el nombre menos común que puedan esperar. Estudié Ciencias de la Comunicación y me gusta escuchar música, el fútbol y también me gusta leer, pero no leerme. En este modesto Blog quiero poner cosas que me interesan y quizá, en algún momento de debilidad, también a ustedes...
miércoles, abril 15, 2020
viernes, abril 26, 2019
El alma y el cuerpo...
Es curioso recordar cómo se han venido dando los hechos, reflexionó. Fallamos tanto...
Con un cúmulo de ideas inconexas decidió echarse a pensar quizá para poder encontrar un atajo que lo arrobe hacia algún sueño profundo. De todas formas he de avanzar... dos pasos al frente, uno para atrás. Todo suma; no importa.
El alba aún no caía en el patio cuando se vio caminando en el medio de un valle verde muy amplio y terriblemente diverso. A lo lejos divisó un meandro que brillaba y no sabía porqué, pero tenía la misión de ir hacia él. En el octavo paso - porque siempre contaba los quince primeros que daba- estuvo a punto de tropezar y recordó que no había cerrado la puerta de su cuarto...
Fragmento de Cien años de soledad, ¡un completo disfrute!
-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.
-Déjeme jabonarla -murmuró.
-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.
-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.
-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del baño.
-Está muy alto -lo previno ella, asustada-. ¡Se va a matar!
Las tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con El cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos...
Con un cúmulo de ideas inconexas decidió echarse a pensar quizá para poder encontrar un atajo que lo arrobe hacia algún sueño profundo. De todas formas he de avanzar... dos pasos al frente, uno para atrás. Todo suma; no importa.
El alba aún no caía en el patio cuando se vio caminando en el medio de un valle verde muy amplio y terriblemente diverso. A lo lejos divisó un meandro que brillaba y no sabía porqué, pero tenía la misión de ir hacia él. En el octavo paso - porque siempre contaba los quince primeros que daba- estuvo a punto de tropezar y recordó que no había cerrado la puerta de su cuarto...
Fragmento de Cien años de soledad, ¡un completo disfrute!
...Había pasado más de un año desde la
visita de Mr. Herbert, y lo único que se sabía era que los gringos
pensaban sembrar banano en la región encantada que José Arcadio Buendía y
sus hombres habían atravesado buscando la ruta de los grandes inventos.
Otros dos hijos del coronel Aureliano Buendía, con su cruz de ceniza en
la frente, llegaron arrastrados por aquel eructo volcánico, y
justificaron su determinación con una frase que tal vez explicaba las
razones de todos.
-Nosotros venimos -dijeron- porque todo el mundo viene.
Remedios, la bella, fue la única que permaneció inmune a la peste del
banano. Se estancó en una adolescencia magnífica, cada vez más
impermeable a los formalismos, más indiferente a la malicia y la
suspicacia, feliz en un mundo propio de realidades simples. No entendía
por qué las mujeres se complicaban la vida con corpiños y pollerines, de
modo que se cosió un balandrán de cañamazo que sencillamente se metía
por la cabeza y resolvía sin más trámites el problema del vestir, sin
quitarle la impresión de estar desnuda, que según ella entendía las
cosas era la única forma decente de estar en casa. La molestaron tanto
para que se cortara el cabello de lluvia que ya le daba a las
pantorrillas, y para que se hiciera moños con peinetas y trenzas con
lazos colorados, que simplemente se rapó la cabeza y les hizo pelucas a
los santos. Lo asombroso de su instinto simplificador era que mientras
más se desembarazaba de la moda buscando la comodidad, y mientras más
pasaba por encima de los convencionalismos en obediencia a la
espontaneidad, más perturbadora resultaba su belleza increíble y más
provocador su comportamiento con los hombres. Cuando los hijos del
coronel Aureliano Buendía estuvieron por primera vez en Macondo, Úrsula
recordó que llevaban en las venas la misma sangre de la bisnieta, y se
estremeció con un espanto olvidado. "Abre bien los ojos" la previno.
"Con cualquiera de ellos, los hijos te saldrán con cola de puerco." Ella
hizo tan poco caso de la advertencia, que se vistió de hombre y se
revolcó en arena para subirse en la cucaña, y estuvo a punto de
ocasionar una tragedia entre los diecisiete primos trastornados por el
insoportable espectáculo. Era por eso que ninguno de ellos dormía en la
casa cuando visitaban el pueblo, y los cuatro que se habían quedado
vivían por disposición de Úrsula en cuartos de alquiler. Sin embargo,
Remedios, la bella, se habría muerto de risa si hubiera conocido aquella
precaución. Hasta el último instante en que estuvo en la tierra ignoró
que su irreparable destino de hembra perturbadora era un desastre
cotidiano. Cada vez que aparecía en el comedor, contrariando las órdenes
de Úrsula, ocasionaba un pánico de exasperación entre los forasteros.
Era demasiado evidente que estaba desnuda por completo bajo el burdo
camisón, y nadie podía entender que su cráneo pelado y perfecto no era
un desafío, y que no era una criminal provocación el descaro con que se
descubría los muslos para quitarse el calor, y el gusto con que se
chupaba los dedos después de comer con las manos. Lo que ningún miembro
de la familia supo nunca, fue que los forasteros no tardaron en darse
cuenta de que Remedios, la bella, soltaba un hálito de perturbación, una
ráfaga de tormento, que seguía siendo perceptible varias horas después
de que ella había pasado. Hombres expertos en trastornos de amor,
probados en el mundo entero, afirmaban no haber padecido jamás una
ansiedad semejante a la que producía el olor natural de Remedios, la
bella. En el corredor de las begonias, en la sala de visitas, en
cualquier lugar de la casa, podía señalarse el lugar exacto en que
estuvo y el tiempo transcurrido desde que dejó de estar. Era un rastro
definido, inconfundible, que nadie de la casa podía distinguir porque
estaba incorporado desde hacía mucho tiempo a los olores cotidianos,
pero que los forasteros identificaban de inmediato. Por eso eran ellos
los únicos que entendían que el joven comandante de la guardia se
hubiera muerto de amor, y que un caballero venido de otras tierras se
hubiera echado a la desesperación. Inconsciente del ámbito inquietante
en que se movía, del insoportable estado de íntima calamidad que
provocaba a su paso, Remedios, la bella, trataba a los hombres sin la
menor malicia y acababa de trastornarlos con sus inocentes
complacencias. Cuando Úrsula logró imponer la orden de que comiera con
Amaranta en la cocina para que no la vieran los forasteros, ella se
sintió más cómoda porque al fin y al cabo quedaba a salvo de toda
disciplina. En realidad, le daba lo mismo comer en cualquier parte, y no
a horas fijas sino de acuerdo con las alternativas de su apetito. A
veces se levantaba a almorzar a las tres de la madrugada, dormía todo el
día, y pasaba varios meses con los horarios trastrocados, hasta que
algún incidente casual volvía a ponerla en orden. Cuando las cosas
andaban mejor, se levantaba a las once de la mañana, y se encerraba
hasta dos horas completamente desnuda en el baño, matando alacranes
mientras se despejaba del denso y prolongado sueño. Luego se echaba agua
de la alberca con una totuma. Era un acto tan prolongado, tan
meticuloso, tan rico en situaciones ceremoniales, que quien no la
conociera bien habría podido pensar que estaba entregada a una merecida
adoración de su propio cuerpo. Para ella, sin embargo, aquel rito
solitario carecía de toda sensualidad, y era simplemente una manera de
perder el tiempo mientras le daba hambre. Un día, cuando empezaba a
bañarse, un forastero levantó una teja del techo y se quedó sin aliento
ante el tremendo espectáculo de su desnudez. Ella vio los ojos desolados
a través de las tejas rotas y no tuvo una reacción de vergüenza, sino
de alarma.
-Cuidado -exclamó-. Se va a caer.
-Nada más quiero verla -murmuró el forastero.
-Ah, bueno -dijo ella-. Pero tenga cuidado, que esas tejas están podridas.
El rostro del forastero tenía una dolorosa expresión de estupor, y parecía batallar sordamente contra sus impulsos primarios para no disipar el espejismo. Remedios, la bella, pensó que estaba sufriendo con el temor de que se rompieran las tejas, y se bañó más de prisa que de costumbre para que el hombre no siguiera en peligro. Mientras se echaba agua de la alberca, le dijo que era un problema que el techo estuviera en ese estado, pues ella creía que la cama de hojas podridas por la lluvia era lo que llenaba el baño de alacranes. El forastero confundió aquella cháchara con una forma de disimular la complacencia, de modo que cuando ella empezó a jabonarse cedió a la tentación de dar un paso adelante.
-Déjeme jabonarla -murmuró.
-Le agradezco la buena intención -dijo ella-, pero me basto con mis dos manos.
-Aunque sea la espalda -suplicó el forastero.
-Sería una ociosidad -dijo ella-. Nunca se ha visto que la gente se jabone la espalda.
Después, mientras se secaba, el forastero le suplicó con los ojos llenos de lágrimas que se casara con él. Ella le contestó sinceramente que nunca se casaría con un hombre tan simple que perdía casi una hora, y hasta se quedaba sin almorzar, sólo por ver bañarse a una mujer. Al final, cuando se puso el balandrán, el hombre no pudo soportar la comprobación de que en efecto no se ponía nada debajo, como todo el mundo sospechaba, y se sintió marcado para siempre con el hierro ardiente de aquel secreto. Entonces quitó dos tejas más para descolgarse en el interior del baño.
-Está muy alto -lo previno ella, asustada-. ¡Se va a matar!
Las tejas podridas se despedazaron en un estrépito de desastre, y el hombre apenas alcanzó a lanzar un grito de terror, y se rompió el cráneo y murió sin agonía en el piso de cemento. Los forasteros que oyeron el estropicio en el comedor, y se apresuraron a llevarse el cadáver, percibieron en su piel el sofocante olor de Remedios, la bella. Estaba tan compenetrado con El cuerpo, que las grietas del cráneo no manaban sangre sino un aceite ambarino impregnado de aquel perfume secreto, y entonces comprendieron que el olor de Remedios, la bella, seguía torturando a los hombres más allá de la muerte, hasta el polvo de sus huesos...
García Márquez - Cien años de soledad.
viernes, enero 18, 2019
AL RITMO DE “MI DESAYUNO”
Al este de la ciudad de Huacho, a veinte minutos en carretera, se ubica el centro poblado de Humaya, rodeado de bastos campos de cultivos y un sol eterno, que siempre trae a la memoria el mejor de los veranos. Antes aquí funcionaba una hacienda grande, suelen contar los pobladores. El orgullo del lugar es, por varios motivos, la institución educativa Nº 20332 Reino de Suecia. Es la construcción más imponente de la zona. En ella 311 niños cursan el nivel primario y son usuarios del programa nacional de alimentación escolar Qali Warma, recibiendo los desayunos escolares en la modalidad productos.
Esther Dolores Noreña es
secretaria del Comité de Alimentación Escolar (CAE), es dinámica, comprometida
y a decir todos, incansable. Ella y el presidente CAE Aquilino Padilla son los
pulmones y el corazón del Reino de Suecia. Su gestión del servicio alimentario
es oportuna y cuenta con el apoyo constante de los padres de familia quienes se
turnan a diario para la distribución de los desayunos escolares en el comedor
estudiantil.
A inicios de año identificamos
que los niños consumían los alimentos, pero sentíamos que podíamos hacer algo
más por ellos, relata el presidente CAE. Los desayunos son ricos y nutritivos,
por eso quisimos crear algo dinámico, detalla Esther Dolores.
Conversando con docentes y los
padres de familia, en las reuniones que siempre hacíamos, surgió la iniciativa
de crear una canción para motivar aún más el consumo de los desayunos. Así
surgió “Mi Desayuno”
LETRA DE CANCIÓN:
(CORO) TOMO, YO TOMO, TOMO
TOMO MI DESAYUNO
RICO Y SABROSITO
TODAS LAS MAÑANAS
ESTROFA 01 LLEGO TEMPRANO A MI ESCUELA
MI DESAYUNO ESTÁ
LISTO DEL QALI WARMA
(CORO)
ESTROFA 02 ESTOY PREPARADO PARA APRENDER
FELIZ YO ME SIENTO
CON MI QALI WARMA
(CORO)
ESTROFA 03 SOY VIGORO Y APRENDO RAPIDITO
EL DESAYUNO ME AYUDA
PORQUE ES NUTRITIVO
Desde que se canta antes de
consumir el desayuno en la institución educativa Nº 20332 todo es diferente;
hay risas cómplices y una sana competencia entre aulas para saber quién canta
más fuerte y con más ganas. Todos tienen algo que ver con la canción.
Tiene un gran mensaje porque
busca formar valores como la puntualidad y reconoce la importancia del
desayuno, menciona visiblemente satisfecha, la incansable Secretaria CAE.
Todas las mañanas, antes de las
08:00 a.m. en Humaya se oye en una sola voz la canción “Mi desayuno”, esa que
lleva en su coro el <<Tomo, yo tomo, tomo… tomo mi desayuno, rico y
sabrosito… todas las mañanas…>> entonces el sol parece brillar más y en
la cara de los niños y sus padres nace un resplandor que inunda los
amplios campos y esparce el rumor de que se está construyendo el futuro con
entusiasmo.
Alumnos de IE Nº 20332 "Reino de Suecia" |
Alumnos en comedor de IE Nº 20332 "Reino de Suecia" |
jueves, mayo 03, 2018
Un pensamiento en la vereda
Es duro saber que te puedo abrazar, pero no tener.
Lo último que dijo aquella tarde atroz fue eso.
Su corazón palpitaba despacio. Le habían fallado de nuevo y a pesar de que siempre sospechó que todo acabaría en algún momento, no esperó que fuera hoy.
Algunos días antes habian hecho el amor con decencia, procurando encontrar el mismo aliento en cada arremetida, sin llegar a sentir el placer de antaño. Arrobados por la sensación de vacío ambos decidieron, sin saberlo, quizá sin querer aceptarlo, que el tiempo de los dos había caducado. Todo era inevitable.
Su corazón palpitaba despacio. Le habían fallado de nuevo y a pesar de que siempre sospechó que todo acabaría en algún momento, no esperó que fuera hoy.
Algunos días antes habian hecho el amor con decencia, procurando encontrar el mismo aliento en cada arremetida, sin llegar a sentir el placer de antaño. Arrobados por la sensación de vacío ambos decidieron, sin saberlo, quizá sin querer aceptarlo, que el tiempo de los dos había caducado. Todo era inevitable.
Esa sonrisa suave, aquellos gestos breves y esa mirada rara, que nunca le permitió explorar mas allá, fueron los primeros recuerdos que tuvo de forma anticipada saboreando la melancolia del pudo ser y de que todo habia terminado.
Algún día nos encontraremos, pensó, intentando proyectarse en el futuro, con mejores expectativas; será en alguna calle que pisamos juntos y que nos hizo felices y ese será el nexo que reavivará la memoria de nuestros corazones, se dijo son más pena que esperanza.
No hay nada. Solo vete, le gritó su corazón y tuvo que aprender a aceptar la vida.
viernes, enero 06, 2017
La noche boca arriba - Julio Cortázar
A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía
ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del
rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería
de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo
sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del
centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre-
montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus
piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. “Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado…”; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien, y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. “Natural”, dijo él. “Como que me la ligué encima…” Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerró los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado, se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y
él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la
izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de
donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia
compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los
aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que
andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse
en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha
calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta
aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual,
que hasta entonces no había participado del juego. “Huele a guerra”,
pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su
ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar
inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba
el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin
estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían
estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del
cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal
vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó
despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el
olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar
al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a
cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos
pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban
a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió
una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo.
Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en
los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su
vecino, se despegó casi físicamente de la última visión de la pesadilla.
El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió
sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle
mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre
lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero
saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos,
escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en
cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al
lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara
anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo
que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino
con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para
verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando
blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de
gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente
repugnantes; como estar viendo una película aburrida y pensar que sin
embargo en la calle es peor; y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a
perejil. Un trozito de pan, más precioso que todo un banquete, se fue
desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la
ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y
rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul
oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de
espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes
sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. “La calzada”, pensó. “Me salí de la calzada.” Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada más allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás.
-Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí
me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que
duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra
tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo
alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar
fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin
acoso, sin… Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas
cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las
poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto
una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete,
golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas,
los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca
la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez
saliendo del hotel, sacando la moto. ¿Quién hubiera pensado que la cosa
iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio
rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a
rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del
suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo
tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una
eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él
hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El
choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir
del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo
alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja
partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver
al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría
alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a
tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su
garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar
de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en
lo alto se iba apagando poco a poco.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el más fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de la vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegadas a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada… Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en la cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
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